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Mar, Mar

Los verdaderos retos del postconflicto

Editorial
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Es cierto que somos el país con el conflicto interno más largo del mundo, también que tenemos un historial de procesos de paz infructuosos y que según las cifras de nuestro centro de memoria histórica, entre 1958 y el año 2012 dicho conflicto ha dejado un saldo de 218,094 personas muertas.

 

Sin embargo, hay una verdad que se impone sobre todo: Seguimos en pie. Somos un país con una capacidad asombrosa de resiliencia, nos acostumbramos a construir sobre lo destruido y a utilizar la sonrisa como antídoto contra el dolor.

Ahora, nos encontramos en un dilema que nos sugiere perdonar lo imperdonable para disfrutar de un futuro lejos de los conflictos.

No obstante, más allá de los acuerdos que se concreten en La Habana, de la mucha o poca disposición de los actores involucrados para finiquitar la guerra, o de las cirugías constitucionales que realice el gobierno de turno para dar condiciones que propicien esto, la paz en Colombia, va más allá de que se silencien los fusiles de las Farc o el Eln, aquí, el verdadero reto, consiste en qué tan preparados estamos para vivir en paz.

Todo colombiano quiere la paz, y desde ahí es que debe surgir el debate. No se construye país mientras que desde los medios de comunicación y la boca de los líderes de opinión, se tildan unos a otros como ‘mamertos’ o ‘enemigos del país’, porque somos una nación tan polarizada geográfica e ideológicamente, que las divisiones por política, sobran.

Así mismo, resulta contradictorio que mientras se elija hablar de inclusión y tolerancia, se trate de invisibilizar a las víctimas que no aplauden los acuerdos que en materia de justicia y participación política se han pactado entre los jefes negociadores del Gobierno y el secretariado de las Farc.

Paralelamente, resulta irresponsable la presión que se ejerce desde los círculos de extrema derecha, para avivar los ánimos de los dolientes y conducir a constantes acciones de sabotaje que pretendan deslucir, ciertos avances que han dado luz sobre el proceso. Porque al fin y al cabo, los que debaten y hacen clamor del apoyo ciudadano en el Senado o en Cuba, tienen todas las posibilidades de vivir en el extranjero, en sociedades pacíficas, con todos los lujos que 

dejó un dinero mal habido o legal, y somos, los ciudadanos de pie, los que debemos afrontar el desafío de ver de frente a quién una vez nos hizo daño, y aún más, abrirle las puertas que le aseguren una calidad de vida digna, que lo aleje de las armas y las bombas.

Uno de los problemas fundamentales que obstaculiza este proceso de paz, es el poco trabajo que se ha hecho sobre los aspectos de fondo, no con los que respecta a qué va hacer Iván Márquez o Timochenko en el futuro, o si Santos se ganará el Nobel de Paz; sino, los que se refieren a cómo se va a preparar al país, sus instituciones públicas y sus espacios cívicos, para la llegada de miles de hombres, cuya gran mayoría, vivieron entre la selva, la sangre y los secuestros.

Qué estrategia educativa se implementará para constituir la paz como el único camino en Colombia, si sabemos de hombres, que siendo muy niños, fueron reclutados por los grupos insurgentes y crecieron bajo la premisa, de la violencia como método legítimo para hacer cumplir los ideales.

Desde antes de sugerir tan siquiera una mesa de negociación, se ha tenido que preparar a la ciudadanía para abrirle las puertas de su casa a los recién llegados, para ver a nuestros niños compartiendo un aula de clases con el joven reinsertado.

¿Cómo se incentivará al empresario para contratar a un ex guerrillero? ¿Qué se hará para lograr una cobertura educativa que logre capacitarlos y hacerlos competitivos en el mercado laboral? He ahí los retos del postconflicto.

Unir una nación diversa desde sus raíces, para hacerla coincidir en un camino que a ella, y nada más que a ella le ha costado sudor y lágrimas.

Los verdaderos retos del postconflicto, se sustentan desde la capacidad que tengamos para oírnos y comprendernos, sin juzgamientos y condiciones, aceptar al que dice que perdona y al que no lo hace. Al que decide seguir adelante apelando al olvido, o al que defiende con fiereza su derecho a la reparación. Aún más al que acepta con tranquilidad los dictámenes de la justicia nacional, o también al que acuda a una justicia mucho más justa y sólida, que se atreva a condenar los delitos y el horror, por los que un día sólo se agachó la cabeza y se dijo: no importa.



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