La fuerza de la sociedad

Editorial
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Ningún gobierno puede arreglar, aunque quiera, todos los problemas de la sociedad. Ante la complejidad de la vida contemporánea, y dentro de un régimen de libertades democráticas, ningún gobernante tiene, ni tendrá, el poder suficiente para controlarlo todo.

Ciertamente existe una amplia gama de asuntos cuyo manejo por parte de los gobernantes conduce a que la vida en sociedad adquiera uno u otro tono. Así habrá mayor o menor grado de libertad, más o menos oportunidades de acción, escenarios abiertos o cerrados a la iniciativa privada, mayor o menor sentido del servicio público, tratamiento más o menos igual para todos, justicia de uno u otro grado de confiabilidad, y mejores o peores servicios. Pero la calidad y el contenido real de la vida de cada país, en ambiente de angustia o bienestar, depende, en buena medida, de la propia sociedad.

Subsiste entre nosotros una idea, heredada de pronto de la época colonial, que atribuye a los gobiernos poderes que jamás han tenido ni llegarán a tener.  De ellos se espera una capacidad infinita de resolver todo tipo de problemas, prever y evitar cualquier clase de tragedias, o reparar de manera súbita sus consecuencias. Por eso terminan siendo culpados, sin fórmula de juicio, de los efectos de desastres naturales, de las conductas violentas, de la ocurrencia de toda actividad delictiva, de las trampas, y de las avivatadas que se puedan dar en cualquier vecindario del país. Muestra de ello es la reacción ante todos esos fenómenos, con el argumento supremo de que las cosas pasan o dejan de pasar por el abandono, el olvido, o la desidia del gobierno.

Naturalmente los gobiernos tienen unas obligaciones supremas que deben cumplir. Para ello deben obrar sin pausa ni respiro en ejercicio de las responsabilidades que les corresponden. Pero es preciso comprender que no todo depende de la acción o la inacción del Estado, y que a la sociedad le corresponde hacer una contribución importante al bien colectivo.  Para fortuna nuestra, la mejor prueba de que no todo depende de la acción, o la inacción, del Estado, es la realidad de un país que ha sabido sobrevivir a las imperfecciones de su diseño institucional, a las deficiencias de la acción gubernamental, a los embates de la corrupción y a la apatía misma de las verdaderas mayorías nacionales ante el ejercicio de sus propias responsabilidades políticas.

Desde el ejercicio de la vida cotidiana es posible hacer enormes contribuciones no solo al progreso económico sino al bien colectivo. La aclimatación de la paz, que es un logro todavía por consolidar, depende principalmente del conjunto de la sociedad colombiana. No hay acuerdo ni reforma posible que tenga vigencia si la sociedad no adopta la paz como principio de conducta, no solo con la intención sino con la actitud de alejar la violencia en el trámite de sus diferencias de todo tipo. Otro tanto debe suceder con la puesta en práctica del esquema gobierno - oposición, característico de las democracias verdaderas, cuyas discusiones se deben tramitar dentro de un ánimo constructivo, alejado de las pendencias verbales y del espectáculo que pueden incitar a la violencia, o al menos a un estado de crispación innecesario.

Las leyes no son unos papeles y los semáforos en rojo no son simplemente una luz. El acatamiento de las reglas de vida en sociedad ha de traer el resultado de un clima de armonía, traducible a bienestar, así desde escritorios importantes se cometan actos de irrespeto a las instituciones y se les haga aparecer, sin pena, como triviales o vulnerables. Los primeros a quienes es necesario exigir ese respeto son a los elegidos y a los funcionarios, cuyos pasos es urgente vigilar.

Resulta contradictorio que se espere tanto de cada nuevo gobierno, como si hubiésemos estado buscando obradores de milagros, sin que contribuyamos a que todo aquello que deseamos se convierta en realidad. De pronto es bueno recordar que no podemos depender solamente del ingenio, o del genio, de uno u otro gobernante, sino de la fuerza y el compromiso mismo de la sociedad. Nuestro destino depende esencialmente de nosotros mismos, como ciudadanos, y del ánimo y el espíritu positivo con el que estemos dispuestos a afrontar el futuro. Por eso deberíamos aprender a mirarnos en una perspectiva mucho más amplia que la de los períodos presidenciales.