Es el comienzo de un nuevo año. Los sueños, buenos deseos y apuestas que con profunda devoción e inocencia nos hicimos después de mirar de reojo hacia atrás, inician su tránsito hacia el olvido inexorable.
El “feliz año” se queda y se extiende a lo sumo por una semana más. Aunque algún día se quedará entre nosotros y no los daremos también en marzo, agosto y septiembre, colmándonos mutuamente de bendiciones; de intenciones perdurables de amor, paz, salud, reconciliación, bienestar y prosperidad e, internándonos como quien penetra los confines de la manigua, refugiándonos, en los vericuetos de la fe y no ver, ni oír, ni oler, ni sentir ni pensar en los estruendos que la realidad terca nos revela directamente o a través de los medios de comunicación de masas, cuya misión parece es debilitar la esperanza hasta liquidarla y luego vendernos el aliciente que nos ayude poco a poco a restaurarla.
Podrían verse a simple vista como aseveraciones pesimistas las mías. Pero creo firmemente en la fuerza y en el poder que desató el aprendiz de brujo que inventó las festividades. Incontenibles. Y no me refiero a su reacción explosiva, espontánea y fugaz sino a la capacidad sinérgica de la evolución humana, para generar las transformaciones que históricamente la sociedad requiere en lo social y económico, en lo cultural, en lo ambiental y político.
Coincidimos que 2018 “no será un año fácil”. Las reformas anunciadas le ponen los pelos de punta a más de uno. Creeríamos y esperaríamos que la protesta y la movilización social serán el pan de cada día. Que los corruptos recibirán una ejemplar sanción en marzo, que se repetirá en mayo y se ratificará en junio cuando votemos para elegir congresistas y presidente en primera y segunda vuelta. Que el castigo al robo de los recursos públicos será la pena de cárcel inconmutable y que se respetarán los derechos ciudadanos de los colombianos sin distingo de castas, condición social y género.
Nadie, cuando todavía faltaban “…cinco pa’ las doce…”, corrió a abrazar a su mamá pensando cosa distinta a augurarle un próximo año esplendido, maravilloso, repleto de dicha, gozo y felicidad. El licor, la estridencia musical, la gran comilona y el ruido de la pólvora no nos permitieron recordar los aciagos momentos de un 2017 que huía despavorido, dejando una estela de sinsabores en la vida de los colombianos que, aferrados a su fe, depositaban su confianza y su descanso como quien entierra sus anhelos para verlos florecer, en los trecientos sesenta y cinco días por venir.
Porque para recordar la trajera tristeza y dolor estábamos ocupados celebrando, para ¡qué siga la rumba!
De ese gigante dormido e inquebrantable escribo. Nos inquieta esperar a que un buen día despierte y vea la luz, para acceder a un entorno sombrío que se despejará, dirigiendo su mirada escrutadora sobre lo que vale la pena rescatar y proteger, promoviendo la integración hasta la fusión, de tal modo que nos permita cantar “feliz año” el resto de la vida y así, después que vengan 2018, 2019, 2020 y los demás.