Cuando de movilidad urbana moderna se trata hay una premisa clave que define las prioridades para el uso de la infraestructura que fue diseñada para atender las necesidades de movilización humana en las ciudades, que obedece al siguiente orden: peatones, ciclistas, personas que usan el transporte público colectivo, personas que utilizan otro tipo de transporte público y las que se valen de los automotores para desplazarse o desplazar su carga de un lugar a otro.
Por su parte, la ciudadanía, previa consulta y consenso (es su derecho), se somete o se acoge (para el efecto es lo mismo) a las reglas, lográndose de esta manera una movilidad dinámica, ágil y segura.
Como se puede apreciar, muchos actores coinciden en un mismo escenario (malla vial y obras de arte de ingeniería) tratando de llegar pronto a su destino. Pero, si el escenario no les ofrece a estos actores garantías de seguridad y agilidad, el sistema comienza entonces a fallar:
si las vías presentan visible deterioro (roturas, vertimientos, basuras, vehículos mal estacionados, limpiadores de vidrios y ventas callejeras); si los semáforos no están debidamente sincronizados, la señalización es borrosa y no hay cebras en las intersecciones, no existen ciclo-rutas ni moto-rutas y el amueblamiento (paraderos, puentes peatonales, separadores o bulevares, andenes, canecas estacionarias, etc.) es insuficiente o está pesimamente ubicado, la situación se complica y de qué manera.
Los peatones andan como “Pedro por su casa”, se tiran a la calle y se atraviesan sin mirar; las ciclas y las motos se desplazan siempre por la izquierda, invaden los andenes, viajan en zigzag, no respetan señales ni semáforos, se cruzan por lugares exclusivos de personas con alguna discapacidad; los buses y taxis recogen y dejan pasajeros en cualquier parte, surgen estaciones de taxis donde uno menos se las imagina; los carros particulares parquean sobre los andenes y a ambos lados de las calzadas, los parqueaderos en el centro son escasos y los camiones cargan y descargan a cualquier hora del día. Es el caos, ya no me queda ninguna duda.
Alguien podría explicarme ¿por qué no hay más accidentes y más personas accidentadas? Porque hay conductores, digo yo, que intuyen, perciben, sienten la ausencia de controles y se han vuelto cuidadosos, son los artífices de esa aparente armonía en la circulación, que prefieren reír (“cógela suave”) a tener que tragarse luego los insultos, disminuyen la velocidad, frenan, le dan paso a la imprudencia, esperan con paciencia, evitando atropellar a un peatón, a un ciclista o a un moto-taxista.
La ciudad se torna lenta como lento es su desarrollo, más hostil e insegura, contaminada, sofocante, intransitable en “horas pico” y solitaria y miedosa después de las cinco, cuando los grupos asociales que ejercen la mendicidad y la prostitución salen a ocupar el espacio que van dejando los transeúntes.
Algo me dice que la ciudad de la que escribo hoy pudiera ser Santa Marta que, como cualquiera otra de la costa o del interior, posee problemas graves de movilidad sin que nadie se pellizque y actúe buscando las soluciones que ayuden a invertir la proporcionalidad de la relación que dice que a una mejor movilidad (más eficaz y humana) corresponde una mayor velocidad y por ende, un mayor desarrollo y disposición colectiva para elevar la calidad de vida y ver crecer las oportunidades de la ciudadanía al ritmo que crece y evoluciona su territorio.