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Jue, Abr

Estofado de conejo

Editorial
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No es para sorprenderse que el mismo Juan Manuel Santos, quien tanto se resistió a ponerle "plazos fatales" a las negociaciones con las Farc, sea el que le puso una afanosa fecha límite a las propuestas de los voceros del No, como si ese denso adefesio de 297 páginas que tardó seis años en fraguarse pudiera componerse en 20 días.


Tampoco es para sorprenderse que los mismos cabecillas de las Farc, que hace poco más de un mes querían reunirse con Álvaro Uribe –‘Timochenko’ le escribió dos cartas—, sean los mismos que hoy le rehúyen al Centro Democrático y que se niegan a hablar con otros que no sean los negociadores del gobierno.

Es apenas obvio que las Farc se quieran saltar a la torera la decisión del constituyente primario que borra de un tajo las concesiones otorgadas por Santos. Por una parte, su cúpula se envejeció; son unos barrigones que ya no están dispuestos a tirar más monte, y, por otra, el poder de fuego de la organización está muy menguado a pesar de los pingües ingresos que les representan las actividades ilícitas del narcotráfico y la explotación de oro, coltán y otros minerales. La prueba es que buena parte de sus tropas está constituida por mujeres y niños. Añádase que el Estado tiene ventajas insuperables: el pánico que provocó el vuelo del Kfir entre los cabecillas de las Farc, en Cartagena, habla por sí mismo.

El meollo del asunto es que las Farc no se quieren rebajar de las ventajas concedidas por Santos, quien ya no oculta su compromiso de catapultarlas al poder. Escuchar el No implicaría retirar buena parte de los logros más importantes alcanzados por las Farc en La Habana, a lo que ni estas ni el Gobierno están dispuestos porque el objetivo no es la paz sino el poder. El acuerdo alcanzado con Santos las pone en ese camino, mientras que un cambio en los términos iría tras una desmovilización en la que prime la salvaguardia de las instituciones y de una democracia que, aunque imperfecta, es respetable.

Hoy cualquiera puede ver —como dice el senador Alfredo Rangel— que el gobierno “solo aparenta renegociar”, y que terminará haciéndole conejo a la decisión del plebiscito. De hecho, Santos ya ha dado muestras en sus alocuciones de que se pasará por la faja el resultado, y hay señales muy claras entre los partidarios del Sí de que están dispuestos a romperle el espinazo a las reglas de la democracia; creen que las decisiones no vienen de las urnas sino de las cartas y las pancartas.

El expediente del Gobierno redunda en tildar de inviables las propuestas sustantivas de los voceros del No, calificándolas como pretensiones imposibles y poco realistas, y en atribuirles a los opositores del acuerdo —y concretamente al expresidente Uribe— el oscuro propósito de dilatar al máximo la renegociación para que su final coincida con la campaña presidencial del 2018, con el fin de alcanzar réditos electorales.

Y a pesar de que quedaría muy mal que todo un Nobel de Paz se comportara como cualquier Nicolás Maduro del barrio, y de que se rumora que a Palacio han entrado muchas llamadas del exterior que sugieren no desconocer el veredicto de la democracia, aquí estamos al corriente de la naturaleza de Santos y sabemos muy bien que es capaz de todo. Valga decir que parte de la narrativa en la que se pretende amparar este golpe de Estado es el cuento de que el Nobel es una especie de refrendación internacional del Acuerdo Final, como si un lejano Comité, con un grave conflicto de intereses, tuviera injerencia aquí.

Una decisión en ese sentido tendría que derivar en una sentida protesta de todos los defensores de la democracia, que le exija la renuncia a Juan Manuel Santos. Este acuerdo fue sepultado por las mayorías y quien no quiera entender esto no puede participar del juego democrático. Lamentablemente, es evidente el rumbo que han tomado las cosas y, como dice el refrán, en el desayuno se sabe lo que será el almuerzo.


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