El autismo se define como un conjunto de trastornos complejos del desarrollo neurológico, caracterizado por dificultades en las relaciones sociales, alteraciones de la capacidad de comunicación, y patrones de conducta estereotipados, restringidos y repetitivos.
El autismo es el más conocido de los trastornos generalizados del desarrollo (TGD), que por este motivo también se denominan trastornos del espectro autista (TEA), y son considerados trastornos neuropsiquiátricos que presentan una gran variedad de manifestaciones clínicas y causas orgánicas, y afectan de forma diversa y con distinto grado de intensidad a cada individuo; esto significa que dos personas con el mismo diagnóstico pueden comportarse de diferente manera y tener aptitudes distintas.
Aunque suele manifestarse antes de los 3 años, su diagnóstico puede demorarse por esta variabilidad en su expresión clínica. Además, existe cierto desconocimiento generalizado, social e incluso dentro de profesionales sanitarios, lo que contribuye a una detección tardía. Puede, además, suponer cierta estigmatización social como otros trastornos de similar perfil.
Habitualmente es la familia quien detecta alguna anomalía que lleva a consultar antes del segundo año de vida a su médico. En el caso del síndrome de Asperger y otros trastornos del espectro, los síntomas pueden pasar desapercibidos y detectarse más tardíamente.
Se considera que la incidencia de autismo a nivel mundial es de tres a seis niños de cada 1.000, existiendo cuatro veces más probabilidades de aparición en los varones que en las mujeres, sin distinción entre razas, nivel socioeconómico o área geográfica.
Es muy frecuente la discapacidad intelectual; tan solo el 30% preservan un cociente intelectual normal o incluso superior. Esto conlleva en la mayoría de los casos a un alto nivel de dependencia social y familiar. La detección precoz y la intervención temprana mediante un mejor conocimiento de este trastorno van a suponer grandes beneficios para los niños afectados y sus familias.