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Mié, Jun

De ley

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

En tiempos de incertidumbre institucional no es infrecuente que la ciudadanía en general se pregunte, angustiada, si será que se volverá a estadios evolutivos como sociedad en los que la que se impone es la voluntad de un reducido grupo de personas que previamente han logrado hacerse formal y materialmente con el dominio de las entidades públicas decisoras de la vida social. Así, no es nada raro que la gente se preocupe actualmente por lo que va a pasar en un país en el que, del presidente de la República para abajo, a diario se golpea, manipula, tergiversa y a veces francamente se ignora al Estado de derecho. En la historia de Colombia ha habido momentos de zozobra, claro, pero ella siempre ha provenido de los enemigos de la sociedad, no del Gobierno mismo.

Más allá de conjeturas, bien o mal sustentadas, el hecho es que la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría son dirigidas actualmente por personas que han contado con el apoyo del Gobierno para su elección. Así mismo, aunque lo relativicen, ha sucedido con los últimos magistrados que se han incorporado a la Corte Constitucional, la defensora del Pueblo y los más recientes codirectores del Banco de la República. (Esto, sin incluir el control de facto que ya ejerce el Ejecutivo, por decreto, sobre la salud y las pensiones). Entonces, es natural el temor de los colombianos, porque, si bien antes se dio casi idéntica intervención gobiernista en la elección de los nombres más importantes del Estado, nunca antes se había percibido tanta carencia de independencia de los nombrados.

Ese incesto sacralizado entre Estado y Gobierno no es propio de los sistemas democráticos, en los que la mano del gobernante se concentra en activar el famoso poder moderador, que debería permitirle equilibrar las fuerzas levemente contrapuestas, pero necesariamente complementarias, de los poderes públicos. Lógicamente, la existencia de aquel poder moderador del Ejecutivo, hecho de liderazgo sereno y benefactor, halla su razón de ser en la entendible asunción de que el gobernante de turno será capaz de, primero, moderarse a sí mismo, y generosamente deponer sus apetencias de acumulación de poder, por la estabilidad del país. ¿Qué pasa cuando ese presupuesto no se cumple, pues a los redactores constitucionales se les pasó considerar que el presidente podía fallar?

Sumada tal omisión a los pocos controles efectivos que existen en nuestro ordenamiento jurídico sobre la figura del presidente de la República, es evidente que los colombianos padecen fundado temor de que la extralimitación presidencial permita la consolidación de escenarios de abuso de poder institucional, siempre con un blindaje de legalidad apenas aparente. La respuesta, aunque parezca poca cosa en estos casos, no deja de ser la ley. La función pública está meticulosamente dispuesta en la legislación y los reglamentos, de manera tal que, como en Francia hace un par de siglos se entendió, solo está permitido al funcionario aquello que expresamente esté consignado por escrito. A esa justa represión está sujeta la conciencia de las personas que llegan a la dirección de todos los entes o corporaciones públicas: no hay libertad para pagar favores ni promover ideologías. 

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