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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

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Casi todos los jugadores de la flamante selección de fútbol del “país independiente”, pero “constituyente” del Reino de los Países Bajos, llamado Curazao, nacieron en la tierra ganada al mar del Norte, o hacia el sur de tal, en sus alrededores; algo similar, respecto de la cacareada exmetrópoli neerlandesa, ocurre con la mayoría de los futbolistas de la selección de Surinam.
Francia también tendrá su equipo b con Haití, aunque no sea lo correcto decirlo en voz alta; y nadie ignora a estas alturas que otro próximo mundialista, Cabo Verde, es un satélite formado por portugueses. Sí, es claro que antiguas potencias colonialistas europeas harán presencia en el Campeonato Mundial de Fútbol de 2026 a través de cuerpos sobre el papel ajenos, pero que les pertenecen en la práctica.

Se critica la leguleyada deportiva que permite la doble, o triple, participación de estos Estados fuertes, con elementos nacidos en sus territorios pero vestidos de colores vivos, porque, entre otras cosas, ello recuerda la tragedia de la colonia sin identidad propia: no ser dueña de su destino. Se dice, además, y con razón, que no es lo mismo haber dejado de ser territorio de un imperio hace dos siglos (colonizado o no), que haberlo sido hasta hace apenas cincuenta años (como Surinam); y que esto último es todavía más grave cuando el país chico sigue siendo “parte” del país grande (como Curazao). No se trata de cuestiones menores: el fútbol no lo es, y la prueba de ello es que a menudo lo dicho en el foro de la FIFA tiene más resonancia que un discurso en el atril de las Naciones Unidas.

Es de suponer que estos equipos de repuesto hallan la razón de su existencia en la apertura a cuarenta y ocho equipos mundialistas hecha por la FIFA, en lugar de los treinta y dos de las últimas décadas, y que por mucho tiempo fueron solo veinticuatro. Así, se prefiere el criterio geográfico por encima del criterio de la alta competencia. Se dirá por un lado que lo que importa es la “democracia” o la “inclusión”, y que ello debe primar; o ya, por el otro costado, se reconocerá en voz baja que, en el fondo, el supuesto ecumenismo futbolístico es en realidad el disfraz del negocio ampliado que implica ver nuevos nombres de naciones en el tablero, aunque vayan de paseo. Pero ¿acaso la Serie Mundial de béisbol involucra a todos los países del orbe? No, solo a los mejores peloteros que hay.

En verdad, la mayor participación de selecciones, y la consecuente presencia de equipos mínimos (que a veces no lo son, como decía), en el Mundial de Fútbol, si bien puede favorecer bolsillos directivos, no constituye garantía de representatividad global: lo que va a haber, está visto, es más injerencia camuflada de los Estados aún poderosos, o que lo han sido. Es el riesgo de incoherencia de todo populismo en general, ahora futbolístico. La inserción artificiosa de ciertas selecciones chicas termina por favorecer a ciertos eximperios, porque en ello predominan la historia y los lazos creados entre colonizadores y colonizados, irrompibles de un día para otro: tan fuerte es un idioma en común. Después de todo, desde la óptica de las viejas colonias, ganar con ajenos es mejor que perder con los propios, más cuando ello redunda en autoestima para territorios que necesitan convencerse de que son libres.