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Mar, Abr

El respeto por la palabra

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Simonurwa es uno de los cuarenta y siete asentamientos o parcialidades del territorio arahuaco en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Se llega a él por Pueblo Bello a través de un camino de piedras. La temperatura más bien fresca de día y muy fría por las noches. Allá estuvimos durante dos semanas completas  compartiendo con unos ciento cincuenta indígenas de la comunidad, entre los que había autoridades, líderes espirituales y comunitarios de ambos sexos, jóvenes, niños y pobladores rasos tratando de culminar la fase final del Plan de Vida en cuya elaboración ya llevaban más de cuatro años.

El Plan de Vida de la comunidad Arahuaca es el equivalente al plan de desarrollo nuestro, con la diferencia de que en el de ellos la participación se ve y se siente a medida que avanzan en la concreción de unos acuerdos. De ahí el tiempo que emplean en su realización. La palabra de los representantes de las comunidades sube en espiral tocando a todas las poblaciones hasta llegar al oído de los Mamos que meditan en ella y emiten su concepto preliminar para que regrese también en espiral a las comunidades, que la recrean y la socializan enviándola nuevamente a las autoridades espirituales para que les den su bendición.

Se buscaba en aquella ocasión darle con las comunidades una última discusión a los proyectos y programas del Plan de Vida que regiría para un periodo aproximado de diez años. El horario de trabajo de manera agotadora se extendía de las siete de la mañana hasta las nueve de la noche con breves interrupciones para almorzar y cenar los cocidos de carne y bastimento puestos sobre hojas de plátano.

A quienes por primera vez vivimos esta experiencia nos parecía increíble que al tercer día de trabajo no sintiéramos una pisca de cansancio, cuando con las comunidades de nuestros barrios apenas si resistíamos una media jornada.

Pensamos que se trataba del efecto de la temperatura en nuestros cuerpos, de la bondad del paisaje o el silencio eterno mezclado con el canto de las aves y el murmullo de la vegetación que se mueve con el viento. Pero no. Se trataba del respeto por la palabra que profesan las comunidades ancestrales. Mientras alguien intervenía en su lengua nativa los demás permanecían callados, inmutables, armonizados al ritmo de un poporo. Ninguno elevaba la voz más que el otro, no se ofendían ni lanzaban frases o palabras mal intencionadas o de doble sentido, los participantes de todas las edades se sentían libres de decir.

Definitivamente, no aprendimos de los hermanos mayores la armonía para comunicarnos, ni a confrontar ni a entendernos civilizadamente. Somos por el contrario intolerantes y muy dados -como ocurre entre los líderes comunitarios nuestros- a hociquear a los demás cuando no nos gustan sus planteamientos, a mirar hacia otro lado, a interrumpir, a hablar por celular o con el vecino de al lado, a mirar en las redes sociales, a caminar por el recinto, a leer prensa, a dormir o a irrespetar en suma la palabra que es sagrada para nuestros antepasados.

Ni el Congreso de la República escapa a este comportamiento irrespetuoso e inmoral. Lo vemos por la transmisión de las sesiones por televisión. Me imagino que el cansancio invade la mente de quienes toman la palabra para decir cosas insulsas o valiosas que nadie escucha, que nadie refuta o acepta con madurez y con decencia porque aún ni siquiera se debate en ese espacio de democracia la necesidad de saber oír para no tener que ver el culo irreverente de Antanas Mockus otra vez.        



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