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Jue, Abr

A recuperarse del golpe

Editorial
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La ocupación de Afganistán solo fue paréntesis de una confrontación de largo plazo. Después de la retirada de los aliados, el problema no es solamente controlar nuevos ataques terroristas desde territorio afgano, sino evitar un tsunami de yihadismo violento, de variada procedencia, aupado por la derrota de los intrusos occidentales. 

Mientras media humanidad presenciaba sobrecogida el avance talibán hasta tomar el palacio presidencial, y se dolía del atentado del “Estado Islámico” en el desorden de fin de mundo del aeropuerto de Kabul, esos mismos hechos eran motivo de regocijo en lugares donde subsisten resentimiento y encono ante la interferencia de extraños en un mundo que no comprenden. 

Una vez más, los Estados Unidos no interpretaron adecuadamente las señales de la cultura que arropa el proceso político de sociedades antiguas. A pesar de que muchos académicos, y la CIA, lo tuvieran claro, parecería que los orientadores políticos y militares no entendieron las complejidades de la composición étnica afgana, entrelazada con países vecinos, y sobre de todo la índole y las tradiciones milenarias de una cultura que ya tenía fisonomía propia cuando pasó por allí Alejandro Magno.

En lugar de proveerse de su propio margen de maniobra, el presidente Biden se plegó a lo acordado por Trump, que en su momento resolvió negociar con el talibán, como fuera, a espaldas de sus aliados y del gobierno afgano, con tal de retirar las tropas y quedar bien con sus electores. Negociación que desde el punto de vista talibán resultó ser el punto de quiebre

No hay que confundir la toma del palacio presidencial en Kabul con la toma del poder. En muchas partes hay palacios habitados por gente que tiene una cuota de poder reducida, en medio de un reparto complejo y sutil entre muchos factores, unos más visibles que otros. De manera que en Afganistán está por verse quién prevalece en un concurso feroz que va a dejar muchas víctimas, pues nadie parece estar dispuesto a hacer concesiones.

Ahora se especula sobre el futuro de Pakistán y la amenaza del radicalismo en su propio patio de potencia nuclear, que tiene extensa frontera y comunidad étnica con los afganos, además de haber jugado un papel relevante en la formación de los talibán. También se lamenta la “derrota” de la India, que había apostado duro en las últimas décadas, con la presencia de sus empresas dedicadas a la construcción de infraestructura. Se piensa que China sacará ventaja de la situación, desde su condición de oferente y promotora de desarrollo. Lo mismo se dice de Rusia, conocedora del territorio. Y los británicos, optimistas, y la Unión Europea, piensan que “hay que hacer algo”, y “ejercer alguna influencia moderadora”, como si no hubieran fallado ya de manera calamitosa, y como si alguien les fuera a creer.

Tal vez lo esencial del problema que hay que afrontar ahora radica en que las calificaciones occidentales de la sociedad afgana se caracterizan por la falta de conocimiento sobre su trayectoria y sus complejidades.

La idea del martirio, expresado en la auto inmolación a través de actos terroristas, será siempre difícil de entender e imposible de aceptar para nosotros, pero no tanto para quienes consideran que ese es camino propio de otras formas de ver la vida, la sociedad, el poder y la muerte, bajo poderosas consideraciones que provienen de una fe arraigada en el fondo del alma, que es la que produce combatientes resueltos a todo.

De manera que, cerrado el paréntesis que representó el capítulo de la ocupación de Afganistán a lo largo de dos décadas, y luego de la destrucción, el fracaso y el abandono de esa aventura, por la cual nadie responde, se vuelve a dibujar la amenaza del retorno de una confrontación que no faltará quienes estén dispuestos a reanudar, animados por la derrota momentánea de potencias que no solamente tendrán que defenderse sino que, ya veremos, se ocuparán de inventar nuevas formas de recuperarse del golpe. 



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